En diciembre, 40% de los parlamentarios irá tras su cuarto mandato, blindados por la ausencia de leyes que limiten la reelegibilidad de diputados y senadores.
Fredy Cancino
Como toda cosa humana, la democracia es imperfecta. Hay una democracia real, la que se vive, y una ideal, que sólo existe en la cabeza de los bienaventurados utopistas. Imperfecta pero perfectible, como lo saben bien quienes tratan de mejorarla. Para Norberto Bobbio, eran cuatro las principales amenazas que acechaban a las democracias modernas: los poderes ocultos (fácticos les llaman aquí), esos que no se ven pero que actúan; los poderes criminales, aquellos que operan y deciden fuera de la ley; la apatía política, que deja en manos de otros las decisiones públicas (en Chile hay 4,5 millones que callan en el momento del voto); y, finalmente, están las oligarquías, aquellos pocos que aun sometidos a las reglas de la democracia, se las arreglan para reproducirse a sí mismas, una y otra vez, en el poder político.
Los artilugios de conservación de las oligarquías son variados. Desde luego, se parte construyendo cofradías en gremios, partidos, sindicatos, y en todo lugar donde se disputen cuotas parciales de poder. Organizar una cofradía debe, sin embargo, partir de ideas, valores y propósitos que han de ser nobles y altruistas. Los cofrades deben convencerse de que obran por los intereses superiores de la organización y, porqué no, de la nación entera. La cofradía va tras el poder por sobre los intereses particulares de sus miembros, persiguiendo una satisfacción colectiva. El asunto es que los puestos de mando deben ser ocupados por personas concretas: nosotros, ciertamente, dicen los asociados. El resto resulta más o menos conocido. Recomendaciones, designaciones y elecciones internas deben favorecer primeramente a los cruzados, que a su vez favorecerán a otros cruzados amigos; en suma, gente de toda confianza.
La oligarquización de la política es una de las patas cojas de la ya no tan nueva democracia chilena. El poder que oscila entre pocos, pocos que oscilan en el poder, intercambiándose cargos como en el juego de las sillas musicales, en el cual algún desdichado termina de pie. Hay quienes le llaman metafóricamente “la chimenea que no tira”. Las próximas candidaturas parlamentarias son un ejemplo fúlgido de ello, como lo fueron las pasadas municipales con el apogeo de los alcaldes vitalicios. En diciembre, 40% de los parlamentarios irá tras su cuarto mandato, blindados por la ausencia de leyes que limiten la reelegibilidad de diputados y senadores. Leyes que deberían hacer ellos mismos, cosa bastante remota. Y no es que en Chile escaseen los buenos políticos, lo que podría justificar la permanencia impávida de legisladores que tornan y retornan a su sillón.
Es que hay normas no escritas, pero igualmente sagradas, como la regla que dice: “el que tiene mantiene”, que encabeza el vademécum de la oligarquía política. Luego, la red de influencias, amigos y favores construida durante una legislatura, más los pactos de la cofradía, se encargarán de hacer cumplir el precepto. El sistema binominal ayuda. Y si esto no basta, una buena encuesta dirá que el parlamentario es más conocido en su zona que cualquier otro cándido postulante a su sillón. ¿Es buen o mal legislador? ¿Perderá el Parlamento con su no reelección? No importa, la televisión se encargará de ese detalle.
Michelle Bachelet, la más probable próxima huésped de La Moneda, ha señalado “caras nuevas” y nada de “repeticiones de platos”. Se refería naturalmente a los cargos de su Gobierno, porque no pretende de seguro sustituir a los partidos en las designaciones de sus candidatos. Pero es una buena señal, apunta a renovar una clase dirigente que después de 15 años acepta el trantrán de la administración pública sin mayor creatividad ni audacia, sumida en la buena administración, sin duda positiva pero despuntada de aquellos inevitables riesgos y desasosiegos que implica el progreso. Por ejemplo, el paso a un lado con la píldora de día después.
La de Bachelet es una voluntad de renovación, siempre saludable en democracia, que no parece permear la sólida estabilidad de las escuadras parlamentarias, que no conciben otra vida fuera del hemiciclo, como si en ello se jugara la suerte nacional. La verdad es que la patria libra su destino de cien otros modos, a pesar del eterno regreso de sus legisladores.
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