1/09/2008

Al ritmo de una milonga en un bar llamado Tarzan

por Gregorio Angelcos Once de la mañana en el sector oeste de la provincia de Buenos Aires, es sábado ocho de diciembre, el sol calienta las veredas de la calle Italia y una brizna de aire frío nos humedece el rostro, mientras la poeta Valeria Zurano me informa sobre el contexto urbano por el que transitamos, y al cual ella pertenece desde que su padre iniciara la construcción de su casa hace ya mas de tres décadas.

Nuestro destino la estación de Castelar, una de las tantas paradas por donde transita el popular tren de Buenos Aires, luego de unos minutos arribamos a un bar de fisonomía coloquial, con vitrinas de color café moro desteñidas por el tiempo, y las sombras de un pasado que cobija historias de ciudadanos de esta extensa ciudad. Su nombre Tarzan, como el popular héroe de las historietas norteamericanas de la década del cincuenta.

Su estética se asemeja a uno de los tantos bares de Valparaíso de comienzos del siglo veinte, madera insigne pero deteriorada por el uso infructuoso de los parroquianos que lo visitan, una decoración recargada de fotografías antiguas, carátulas de discos de vinilo de viejos cantantes de tangos que se los llevó el diablo, para amenizar la bohemia del infierno.

En su interior, varios trabajadores de la estación y del circuito comercial de los alrededores que se escapan unos minutos para degustar un buen trago mientras se alterna con una conversación sobre el último partido de Boca, o la asunción a la presidencia de Cristina Fernández, acontecimiento social y político que ocurriría cuarenta y ocho horas después.

Mientras detrás del mostrador, un gordo de pelo largo rizado y tez morena cocina diferentes carnes sobre una parrilla, y el aroma penetra nuestros sentidos, los viejos “muchachos” del barrio beben sin grandes preocupaciones, abundante ginebra y whisky, acompañados de hielo y soda que tintinean anunciando que ya se aproxima la navidad.

Algunos sorben un aperitivo, gancia, que es similar al martini seco y nosotros un bebida de pomelo, nuestra reentre antes de darle el bajo a una copa de ginebra de alta graduación alcohólica, solo para bebedores con experiencia y valientes en busca de alguna aventura etílica que los desvaríe por algunas horas de una cancina y pálida realidad.

Miro hacia un muro y leo un aviso que dice: “ Tarzan, su bar le dice la hora” y en una relación obvia con el texto, un reloj grasiento por el humo de la parrilla nos avisa que ya es mediodía.

Tarzan es un reducto que nos traslada por la nostalgia de los años que se fueron, con personajes que no evolucionaron con la presunta modernización de la vida, que se quedaron anclados en un pasado donde el vértigo no existía, y la tranquilidad de los horarios no conspiraba contra una productividad necesaria y razonable.

Afuera, se siente cada cierto tiempo el ruido del tren que transita del oeste rumbo a Capital Federal, el ingreso y la salida de pasajeros fantasmas que raudos aparecen y desaparecen por sus diferentes ingresos. Es hora de almuerzo y los platos empiezan a transitar entre las mesas de la mano de un garzón benevolente y generoso, que con su mejor sonrisa traslada carnes, morcillas, chorizos y pastas, pura gastronomía popular del bonaerense tradicional, pizzas con diferentes sabores, y nosotros con nuestros jugos gástricos que se desbordan continuamos bebiendo, Valeria una cerveza con hielo, y el que escribe esta crónica, una ginebra de la más antigua tradición, esa que solo los viejos tercios bebían en un pasado no muy remoto. “Hay que ser hombre para beber ginebra pura” me comenta el mozo, y sin quererlo alimenta mi ego masculino y pequeño burgués.

A estas alturas el boliche está repleto de transeúntes que convergen para saciar su apetito, y en forma desenfrenada engullen los diversos platos que salen de la cocina, o de la parrilla del cocinero que suda por la alta temperatura de la madera que se calcina en una base de ladrillos: Todos comen y beben impetuosos, con entusiasmo, como si se tratase de un ritual pagano en que intervienen Baco y Dionisio, en una orgía de placeres mundanos.

A nadie le importa mucho la realidad política del país ad portas de un cambio de mando; “este es el único país donde el marido le entrega el mando presidencial a su mujer” comenta socarronamente un parroquiano, y nosotros debemos regresar a casa donde nos espera un almuerzo con diminutas empanadas y mucha cerveza, son costumbres diferentes a las nuestras.

Pedimos la cuenta, son doce pesos argentinos, algo así como dos mil pesos chilenos, pagamos, el mozo me extiende la mano y me comenta que “ustedes ya tienen una presidenta mujer”, lo miro y me encojo de hombros casi resignado, él lo entiende, recibe el dinero y nos vamos de regreso por la calle Arias. De fondo se escucha la voz de Edmundo Riveros cantando Milonga Lunfarda: En este hermoso país que es mi tierra la Argentina / la mujer es una mina y el fuelle es un bandoneón / el vigilante un botón, la policía la cana / el que roba es el que afana el chorro un vulgar ladrón / al sonso llaman chavón / y al vivo le baten rana / la guita o al vento es el dinero que circula / un cuento es meter la mula y al verres por el revés / si te la echaste tenés / y en la rama se está seco / si andas bien andas derecho / tirao el que nada tiene / chapar lo que te conviene, agarrar lo que está hecho...

Mientras caminamos por Castelar aprecio el silencio, y las arboledas que en gran cantidad se convierten en la maleza de la selva de este bar emblemático que se llama Tarzan, el que sobrevive en el entorno con su atmósfera de poesía, alcohol y gastronomía popular..

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