9/13/2005

REPENSAR A ALLENDE, PENSAR COMO ALLENDE

por Jorge Arrate
Las derrotas son completas sólo cuando los vencidos olvidan las razones por las que lucharon. No es el caso de los derrotados el 11 de septiembre de 1973. Hay explicaciones para la fortaleza de su memoria; pero una es la principal: Salvador Allende. Para los vencedores de entonces esta constatación evidencia los límites de una victoria que pretendían total. Por algún tiempo todavía, casi obsesivamente, persistirán en sus intentos de imponer en Chile, por diversas vías, las reglas del olvido. Una vez más, fracasarán. Allende, el socialismo, la izquierda, son parte esencial de la nación, de su ser, de su cultura. Aquel que pretenda suprimirlos como recuerdo, referente, idea, partido, movimiento o fuerza, tendrá que asumir, de nuevo, la odiosa tarea imposible de suprimir parte de Chile. Por eso, cada año, en septiembre, pensar en Allende, recordar a Allende, repensar a Allende es casi un rito, pero un rito con significado: se trata de desentrañar nuevas claves que permitan avizorar un mejor futuro, como el que concibió Allende. Treinta y dos septiembres he recordado y pensado una y otra vez la figura de Allende y veo, digno, sereno, al constructor de justicia, al luchador por el socialismo. Pero con el tiempo emerge para mí un Allende más “incómodo”. He ido descubriendo un Allende inconfortable, portador de anomalías y desórdenes, un gran crítico práctico de la sociedad capitalista latinoamericana de su tiempo pero también un crítico de los modos que la izquierda propuso para cambiarla. Allende tuvo un accionar político inconformista, indócil, rebelde, que coincidió y disintió con la izquierda o las izquierdas (su izquierda, sus izquierdas), normalizadas por ese entonces, en su mayor parte, en discursos teóricos sólidamente establecidos que aspiraban a clasificar y dotar de “regularidad ” el discurso allendista. Quizá por eso en la experiencia de la Unidad Popular victoria y derrota están fuertemente imbricadas: factores que destacan positivamente en uno de esos momentos se expresan con signo negativo en el otro, y viceversa. De esta manera, la práctica democrática de la izquierda y el acatamiento de los marcos jurídicos que caracterizaba a la sociedad chilena en general, permitieron invocar exitosamente disposiciones legales y tradiciones políticas para consagrar constitucionalmente un triunfo electoral con poco más de un tercio del sufragio popular. Pero los mismos factores incidieron, por ejemplo, en la debilidad manifestada en algunas ocasiones para ejercer con mayor energía facultades legales o constitucionales o en la audiencia que lograron las voces que proclamaban que el gobierno incurría en ilegalidades o utilizaba contra su espíritu la legislación vigente. Mientras la práctica reivindicativa impulsada durante largos años por el movimiento sindical orientado por la izquierda se tradujo en fuerza de masas y se reflejó en los resultados electorales, esa misma práctica se expresó en la orientación consumista de algunas etapas de la política económica del gobierno y fue aprovechada por la oposición para perforar la fuerza de la Unidad Popular incluso en segmentos de la clase obrera organizada. Mientras una cierta mezcla de ignorancia y apatía de la izquierda en relación con los problemas de la seguridad nacional y las Fuerzas Armadas (¿o era un sentimiento de impotencia?) impidió la creación de áreas de conflicto inminente o de abierta contraposición, dicha apatía y desconocimiento se expresó durante el gobierno en las dificultades para conducir una política exitosa en esta importante área. Es que el proceso chileno al socialismo era surcado por corrientes subterráneas. Una, la tensión entre el proyecto y su vía con su actor o impulsor, es decir, la contradicción entre la llamada “vía chilena al socialismo” y la izquierda, el protagonista que debía conducirla en cada una de sus fases. Dos, la tensión entre las características del protagonista y las tareas que el ejercicio del gobierno imponía como condiciones necesarias, aunque quizá no suficientes, para tener éxito. Desde el día en que la izquierda triunfó en las elecciones pareció vivir con una dramática duda sobre su propio proyecto. Para algunos casi toda incertidumbre tendía a resolverse si había organización coherente y sólida y dentro de los límites que su propia elaboración teórica suponía a los acontecimientos en curso. Para otros el problema era mayor: la experiencia allendista contradecía hasta ese momento las estimaciones políticas de congresos partidarios y las profecías que indicaban que la lucha electoral y pacífica sería fatalmente intervenida por la derecha violenta. Similar era la situación de sectores en pleno proceso de radicalización y en actitud crítica al conjunto de la izquierda histórica y específicamente de su principal líder electoral, Salvador Allende. En 1970 la Unidad Popular asumió el gobierno con el lastre de las disfuncionalidades provenientes del pasado, de esa contradicción entre el proyecto que surgía triunfante pero aún no realizado (¡nada más que la victoria de una insólita esperanza!) y las posiciones teóricas consolidadas, probadas en otras latitudes y con la apariencia, entonces, de cierto grado de éxito. Allende obviamente no podía reescribir el pretérito: la fuerza con que contaba era la que existía, con sus incuestionables virtudes y sus innegables limitaciones. No tenía otra alternativa que superar las dificultades sobre la marcha. Y, como también era esperable, este hecho constriñó severamente los márgenes de libertad del Presidente para actuar y redujo severamente las opciones disponibles. Desde este punto de vista es posible sostener que los partidos de la izquierda protagonistas de la Unidad Popular, más allá de sus aportes impresionantes a la generación y desarrollo del proceso, de su probada lealtad y heroísmo, y eventualmente de su razonamiento político en alguna coyuntura más afinado que el del Presidente, constituyeron una fuerza más normalizada, apegada al canon teórico, mientras Allende, en posiciones contra la corriente, teóricamente no consagradas, por eso mismo mucho más complejas que los recetarios vigentes, fue más innovador y levantó con su acción una crítica de la izquierda chilena mucho más profunda que las autocríticas “oficialistas” que circulan hasta hoy. Al recordar la izquierda chilena de los años 60 y 70 es posible identificar dos elementos como factores de consolidación de identidad y de unidad: uno es el liderazgo de Allende, el “allendismo”, el otro es el rol de la teoría política como factor esencial de un pensamiento básico común relativamente compartido. Con al perspectiva que da el tiempo es posible entender hoy que la teoría, como cemento y uniformador, y el líder, como difusor, mediador y vértice adquirieron por momentos contornos antagónicos. La Unidad Popular tuvo una doble faz: reflejó la ortodoxia en la teorización no idéntica de sus partidos pero fue original en su práctica. La ideología se sostenía en el canon teórico, la práctica en Allende. La teoría y Allende eran los cementos de esa izquierda. Ambos elementos no convergían necesariamente y esa divergencia contribuyó a las debilidades de conducción de los partidos y del propio Presidente. En este sentido Allende representó una paradoja: el político de izquierda más inserto en la institucionalidad, el que predicaba la posibilidad de construir un nuevo Estado con continuidad legal entre el que deseaba reemplazar y su sucesor, el más asimilado a los estilos y prácticas de la política del período denominado “Estado de compromiso”, desordenó todos los esquemas y principalmente los de sus propias fuerzas de sustentación. Recabarren, Mariátegui, el Ché, Allende, cada uno a su modo, desordenaron, desecharon los caminos ya codificados. Pensar como Allende hoy no es literalmente pensar como Allende. Es pensar como lo hizo Allende: no renunciar al examen atento de los datos de realidad y analizarlos con espíritu crítico y libertad. Al intentar un pensamiento propio y renunciar a la mera imitación Allende abrió nuevos caminos, siempre fundado en principios. Debemos perseverar. (*) Jorge Arrate fue Presidente del Partido Socialista. Hoy preside el Directorio de la Universidad de Arte y Ciencias Sociales (ARCIS).

9/07/2005

Mito, triquiñuelas y control en la empresas del Chile democrático

El país exitoso y tan bien evaluado por el neoliberalismo internacional, por sus índices de crecimiento y su política macroeconómica. Que progresa y se moderniza bajo la conducción de la Concertación y las estrategias empresariales de mercado, presenta en el plano laboral como paradoja un cuadro de bajos ingresos cuyas variaciones en el tiempo, contrastan con los niveles de concentración de riqueza acuñados por los grupos económicos que controlan las industrias de mayor volumen y el sector financiero.
por Gregorio Angelcos Esta contradicción tiene su origen en el añejo plan laboral elaborado durante los años de dictadura por el ministro José Piñera (hermano y cómplice del presidenciable Sebastián Piñera). Se trata de un conjunto de normas pensadas para debilitar a las organizaciones sindicales fijándoles un marco restrictivo a su acción. De esta manera se condicionaron el derecho a la huelga, se establecieron criterios asimétricos en los procesos de negociación colectiva, y se disminuyeron considerablemente, los derechos laborales del trabajador. Las empresas por su parte han creado procedimientos administrativos internos que limitan aún más la capacidad de los sindicatos y gremios para mantener los equilibrios básicos a la hora de negociar un tratamiento salarial más holgado, y de paso, disminuir las medidas de protección frente a las decisiones unilaterales de las empresas en lo referente a despidos, suspensiones, o reemplazo de un funcionario por otro, sin que el afectado disponga de un respaldo jurídico y una organización sindical sólida que represente sus intereses. Por esta razón, la denominada “flexibilidad laboral” argumentada por los empresarios como una “herramienta para aumentar el empleo”, se instala como otro elemento destinado a fortalecer la exclusión y la explotación en el mundo del trabajo. La “flexibilidad laboral” potencia la inestabilidad del trabajador privilegiando los intereses de los empresarios para continuar por la senda antidemocrática de concentrar la riqueza. Con esta “herramienta” otorgada en complicidad por el gobierno y el poder legislativo se podrá despedir y sustituir con gran facilidad a un trabajador, simplemente contratando mano de obra temporal por una determinada cantidad de horas que serán valoradas subjetivamente por el propio empleador. Así, la incorporación de trabajadores bajo esta modalidad, permitirá a los patrones valerse de este mecanismo como un recurso en su beneficio al momento de fijar la política salarial de una determinada empresa. Un trabajador de contrato fijo o de planta con una determinada remuneración, deberá asumir la incorporación de otro trabajador a contrata o con boleta de honorarios por una cantidad de horas inferiores a la jornada laboral establecida por ley. Si ambos desempeñan el mismo rol en el proceso productivo, es obvio, que el segundo será contratado por menos ingresos que el primero. De esta manera, y dado los índices de cesantía que se mantienen relativamente estables en el país, la eventual legislación para imponer un régimen laboral con “flexibilidad laboral” incluida contribuye a disminuir en forma creciente, los recechos e ingresos de los trabajadores. Es necesario agregar que, la política salarial en Chile es una de las más bajas del continente, sin embargo, los mecanismos de control y regulación estatal de los espacios laborales se escapan frecuentemente de su acción, distanciándose cada vez más, pues la ideologización de la idea de descentralizar para radicar el manejo de la soberanía económica en los grupos financieros, hacen que gran parte de los conflictos que se dan en el ámbito del trabajo, ya no sean del ámbito de competencia del gobierno de turno. Es un problema estructural legalizado y legitimado por el poder económico y político en clara concomitancia, y en desmedro de la enorme masa laboral que mueve la vida económica del país. Por esta razón, la posible acción del gobierno se ve impedida formalmente de ejercer su autoridad en un contexto económico que consolidó su autonomía para preservar las inequidades, y por tanto, la valoración monetaria del trabajo humano es determinada por la decisión y la voluntad de quien contrata un servicio determinado, en este caso, el patrón. Lo básico que resuelve el Estado es la fijación del sueldo mínimo, cuyo valor actual es de $120.000 mensuales. No sin antes, consultar con los trabajadores, pero principalmente con los gremios empresariales, quienes tienen la última palabra. Misérrimos $120.000 que incluso no se cancelan en muchos lugares de trabajo como supermercados, tiendas en los mall, servicios gastronómicos, labores agrícolas, entre muchos lugares de trabajo, pues el monto del salario está incluso por debajo del valor señalado. Existe entre la opinión pública, el juicio de que en el sector privado, los ingresos son superiores en promedio a los del sector público. En conversaciones con obreros, empleados, funcionarios y profesionales que trabajan en el aparato del Estado, los municipios y empresas que desarrollan diversas funciones en el mercado, comprobamos que los primeros tienen estatutos administrativos más flexibles, con evaluaciones de su desempeño laboral hecho por los departamentos de recursos humanos en forma compartida por los funcionarios electos por los propios trabajadores, y que ganan y gozan de una estabilidad bastante más razonable que en numerosas empresas del sector privado. Al analizar este tema centramos la observación en la gran masa laboral que es la que en definitiva debe preocupar esencialmente a una verdadera propuesta socialista. Sólo tres ejemplos para graficar el fundamento del texto: un(a) empleado(a) que se desempeña como cajero(a) en un supermercado tiene un ingreso promedio de $120.000 mensuales, en la misma función de recaudar dineros en una caja municipal o de alguna repartición del Estado que realiza cobranzas, el promedio del salario alcanza a los $280.000 de promedio mensual. Una secretaria común de una empresa del sector privado recibe un salario promedio de $150.000 mensuales, en cambio, en el aparato del Estado está por sobre los $200.000 mensuales. Finalmente, un arquitecto de una empresa constructora tiene un promedio de ingresos de $600.000 al mes, mientras que en el aparato del Estado está por sobre los $700.000 mensuales. Y así se reproduce el cuadro en un numeroso conjunto de actividades productivas y de servicios en el país. Por tanto, mantener el volumen del Estado permite garantizar un amplio espectro de empleos con salarios bastante más dignos que en el sector privado, derrumbando de paso el mito de mejores ingresos donde opera el capitalismo libre de trabas para perpetuar el modelo explotador. De aquí, el interés de las empresas extranjeras por invertir capitales en Chile. El país a través de sus políticas económicas y la legislación del sector les garantizan una inversión con una baja carga tributaria, y de paso, con salarios miserables y leyes laborales que protegen sus intereses en el marco de cualquier conflicto. Mientras tanto, nuestros trabajadores deben aceptar resignadamente un tratamiento salarial que constriñe su consumo a los productos más básicos y esenciales para subsistir. De esta forma, el país que labora cotidianamente es gobernado en sus necesidades inmediatas por los grupos económicos de manera discrecional, mientras que las autoridades del Estado permanecen indiferentes o simplemente comparten las lógicas que impone el modelo neoliberal en el país. La observación en abstracto que hacen los técnicos del gobierno o las comisiones especializadas del Congreso Nacional sobre estos temas son condescendientes, señalando que el crecimiento económico en forma mecánica generaría una mejor distribución del ingreso. Obviamente, una falacia compartida por todos aquellos que desde el punto de vista de sus ingresos individuales están satisfechos en sus necesidades inmediatas. Pertenecientes la mayoría de ellos a las categorías acomodadas de la sociedad, administran o legislan con una óptica superestructural, carentes de una sensibilidad adecuada al conjunto de necesidades no satisfechas con las que viven la mayoría de los trabajadores chilenos. Una cosa es lo que señala el discurso público, y otra, muy diferente es la realidad que viven los asalariados en sus espacios laborales. El Chile político es complaciente con el Chile económico, es complaciente con los inversionistas nacionales y extranjeros, y es arbitrario con el país que vende su fuerza de trabajo. El presidente Ricardo Lagos no tuvo la capacidad de disminuir la brecha entre ricos y pobres; es de esperar que el futuro gobierno tenga el valor de ponerse la “roja de todos” e intente alcanzar mayores niveles de equidad, aunque el panorama parece sombrío. No hay claridad respecto de como abordar el tema, pues el nivel de consolidación que ha alcanzado el poder fáctico de los empresarios hace que este objetivo clave no se encuentre “a la vuelta de la esquina”. Sólo la capacidad de lucha y de organización de los trabajadores, la conciencia colectiva del pueblo-país podría reaccionar significativamente frente a este cuadro de injusticia social. Lavin y Piñera son más de lo mismo, ¿Bachelet, Hirch?; la opinión pública tiene su propia respuesta.

Discretamente oligárquica

En diciembre, 40% de los parlamentarios irá tras su cuarto mandato, blindados por la ausencia de leyes que limiten la reelegibilidad de diputados y senadores. Fredy Cancino Como toda cosa humana, la democracia es imperfecta. Hay una democracia real, la que se vive, y una ideal, que sólo existe en la cabeza de los bienaventurados utopistas. Imperfecta pero perfectible, como lo saben bien quienes tratan de mejorarla. Para Norberto Bobbio, eran cuatro las principales amenazas que acechaban a las democracias modernas: los poderes ocultos (fácticos les llaman aquí), esos que no se ven pero que actúan; los poderes criminales, aquellos que operan y deciden fuera de la ley; la apatía política, que deja en manos de otros las decisiones públicas (en Chile hay 4,5 millones que callan en el momento del voto); y, finalmente, están las oligarquías, aquellos pocos que aun sometidos a las reglas de la democracia, se las arreglan para reproducirse a sí mismas, una y otra vez, en el poder político. Los artilugios de conservación de las oligarquías son variados. Desde luego, se parte construyendo cofradías en gremios, partidos, sindicatos, y en todo lugar donde se disputen cuotas parciales de poder. Organizar una cofradía debe, sin embargo, partir de ideas, valores y propósitos que han de ser nobles y altruistas. Los cofrades deben convencerse de que obran por los intereses superiores de la organización y, porqué no, de la nación entera. La cofradía va tras el poder por sobre los intereses particulares de sus miembros, persiguiendo una satisfacción colectiva. El asunto es que los puestos de mando deben ser ocupados por personas concretas: nosotros, ciertamente, dicen los asociados. El resto resulta más o menos conocido. Recomendaciones, designaciones y elecciones internas deben favorecer primeramente a los cruzados, que a su vez favorecerán a otros cruzados amigos; en suma, gente de toda confianza. La oligarquización de la política es una de las patas cojas de la ya no tan nueva democracia chilena. El poder que oscila entre pocos, pocos que oscilan en el poder, intercambiándose cargos como en el juego de las sillas musicales, en el cual algún desdichado termina de pie. Hay quienes le llaman metafóricamente “la chimenea que no tira”. Las próximas candidaturas parlamentarias son un ejemplo fúlgido de ello, como lo fueron las pasadas municipales con el apogeo de los alcaldes vitalicios. En diciembre, 40% de los parlamentarios irá tras su cuarto mandato, blindados por la ausencia de leyes que limiten la reelegibilidad de diputados y senadores. Leyes que deberían hacer ellos mismos, cosa bastante remota. Y no es que en Chile escaseen los buenos políticos, lo que podría justificar la permanencia impávida de legisladores que tornan y retornan a su sillón. Es que hay normas no escritas, pero igualmente sagradas, como la regla que dice: “el que tiene mantiene”, que encabeza el vademécum de la oligarquía política. Luego, la red de influencias, amigos y favores construida durante una legislatura, más los pactos de la cofradía, se encargarán de hacer cumplir el precepto. El sistema binominal ayuda. Y si esto no basta, una buena encuesta dirá que el parlamentario es más conocido en su zona que cualquier otro cándido postulante a su sillón. ¿Es buen o mal legislador? ¿Perderá el Parlamento con su no reelección? No importa, la televisión se encargará de ese detalle. Michelle Bachelet, la más probable próxima huésped de La Moneda, ha señalado “caras nuevas” y nada de “repeticiones de platos”. Se refería naturalmente a los cargos de su Gobierno, porque no pretende de seguro sustituir a los partidos en las designaciones de sus candidatos. Pero es una buena señal, apunta a renovar una clase dirigente que después de 15 años acepta el trantrán de la administración pública sin mayor creatividad ni audacia, sumida en la buena administración, sin duda positiva pero despuntada de aquellos inevitables riesgos y desasosiegos que implica el progreso. Por ejemplo, el paso a un lado con la píldora de día después. La de Bachelet es una voluntad de renovación, siempre saludable en democracia, que no parece permear la sólida estabilidad de las escuadras parlamentarias, que no conciben otra vida fuera del hemiciclo, como si en ello se jugara la suerte nacional. La verdad es que la patria libra su destino de cien otros modos, a pesar del eterno regreso de sus legisladores.