1/16/2008

Sobre el placer que produce el tabaco

por Gregorio Angelcos

El cuarenta por ciento de los chilenos son fumadores, sin embargo las políticas públicas se empecinan en crear estrategias mediáticas destinadas a reprimir a quienes con deleite, aspiramos el humo de un cigarrillo para conversar sobre la existencia, invadiendo nuestra atmósfera de nostalgias, o simplemente acompañar un café de sobremesa, como un habito social que nos vincula con afecto y una dinámica de comunicación entre interlocutores que comparten en un bar.

Que el cigarrillo hace daño, lo hace, sin embargo, los consumidores de tabaco están plenamente conscientes de la decisión que han tomado, y a pesar de las provocaciones que tienen su origen en las medidas destinadas a una corrección de conducta, la gran mayoría continúa fumando y lo hacen con placer.

De tal manera que el resultado de esta estrategia proveniente del Estado ha ido creando una polarización entre fumadores y no fumadores, con consecuencias nefastas para quienes consideran al cigarrillo como parte esencial de sus hábitos cotidianos.

Aquellos que no fuman y transitan por una calle o se cruzan con otro transeúnte que lleva un cigarrillo encendido, reaccionan con miradas punitivas como si estuviesen enfrente de un sujeto vicioso, digno de sanción, un inmoral que atenta contra las buenas costumbres y el bien común.

Y así, la propaganda antitabaco va creando nuevos y cada vez mayores espacios de exclusión para un número significativo de ciudadanos, que disponiendo libremente de su presupuesto, y haciendo uso de un derecho individual, compran un paquete de cigarros en el quiosco de cualquier esquina de nuestra contaminada ciudad.

No se hasta donde es ético, exhibir sobre el envoltorio de una cajetilla a un adulto mayor enfermo de cáncer por exceso de tabaquismo. Y cuanto de eficacia tuvo una publicidad de esta naturaleza en la disminución del número de fumadores en el país. Puedo señalar que he conocido personas que han tomado la decisión de abandonar el cigarrillo definitivamente, en un acto de voluntad personal.

Por tanto es un ejercicio de conciencia, de reflexión individual, en donde no intervienen factores externos, que sin haber demostrado su eficacia, se constituyen en formas sutiles de represión y manipulación de una conducta que no altera la convivencia social entre individuos que se expresan a través de su diversidad, en una sociedad que teóricamente se propone garantizarla, sin haberlo conseguido plenamente hasta la fecha.

A estas alturas, inicio mi ritual en el silencio de mi escritorio, saco un cigarro del paquete, lo enciendo y lo aspiro, lanzo una bocanada de humo, mientras colocó un CD de Víctor Jara; los primeros acordes me anuncian uno de sus temas más emblemáticos, escucho, mientras planifico la continuación de este artículo que defiende el derecho de los fumadores a no ser perseguidos socialmente por su hábito:

Voy a hacerme un cigarrito / acaso tengo tabaco / si no tengo de'onde saco / lo más cierto es que no pito. / Ay, ay, ay, me querís, Ay, ay, ay, me querís, Ay, ay, ay. Voy a hacerme un cigarrito / con mi bolsa tabaquera / lo fumo y boto la cola / y recójala el que quiera. / Ay, ay, ay, me querís, / Ay, ay, ay, me querís, Ay, ay, ay. Cuando amanezco con frío / prendo un cigarro de a vara / y me caliento la cara /con el cigarro encendido. / Ay, ay, ay, me querís, /Ay, ay, ay, me querís, / Ay, ay, ay.

Fumamos porque el cigarrillo nos produce placer, que es una sensación o sentimiento agradable, que en su forma natural se manifiesta cuando se satisface plenamente alguna necesidad del organismo.

Hay muchos tipos de placer o satisfacción: El placer físico, que deriva de disfrutar condiciones saludables (relaciones sexuales, ingestión de platos sabrosos de comida, por ejemplo) y de disfrutar de los sentidos. El placer estético, que emana de la contemplación y disfrute de la belleza que consiste en el equilibrio perfecto entre lo ideal y la realidad. El placer intelectual, que nace al ampliar nuestros conocimientos y arrancar secretos a lo desconocido para de esta manera poder descubrir y satisfacer nuestras necesidades espirituales y materiales y hacer más libre y consciente nuestro actuar enriqueciéndonos espiritualmente.

Hay distintos tipos de placer físico: el gastronómico, y como extensión de este la degustación de vinos y el consumo de cigarros. El producido por el tacto mediante masaje. El sexual en sus diversas manifestaciones

El placer psíquico deriva de la imaginación, el recuerdo, el humor, la alegría, la comprensión y los sentimientos de equilibrio, paz y serenidad, que granjean la llamada felicidad. El mero pensamiento puede llegar a sentirse dichoso sólo con la imaginación de lo bueno que no se posee ni se disfruta en ese momento. El placer "psíquico" es definido por Platón como el mayor, y abarca también todos los placeres mentales causados al percibir cultura o arte, o al crear.

El intento de castración de un placer provoca algún tipo de frustración en el individuo que es victima de una represión. Y esto ocurre en la actualidad con las políticas públicas de salud. Buscan la protección de la salud física de los fumadores, y contribuyen a dañar la salud mentad, deteriorando su calidad de vida.

Vivimos en un país que ha morigerado las pasiones del hombre a su mínima expresión, ejerciendo sobre sus vidas una rígida normativa moral y ética. Impedir que las personas fumen con total libertad, restringe la expansión de su placer e instala el miedo, en una sociedad que se caracteriza por la construcción de una cultura de la desconfianza.

Por el derecho de los fumadores, es necesario exigir libertad de acción y de opción de un placer que permite el goce complementario, mientras se intenta vivir con un poco más de felicidad.

1/09/2008

Al ritmo de una milonga en un bar llamado Tarzan

por Gregorio Angelcos Once de la mañana en el sector oeste de la provincia de Buenos Aires, es sábado ocho de diciembre, el sol calienta las veredas de la calle Italia y una brizna de aire frío nos humedece el rostro, mientras la poeta Valeria Zurano me informa sobre el contexto urbano por el que transitamos, y al cual ella pertenece desde que su padre iniciara la construcción de su casa hace ya mas de tres décadas.

Nuestro destino la estación de Castelar, una de las tantas paradas por donde transita el popular tren de Buenos Aires, luego de unos minutos arribamos a un bar de fisonomía coloquial, con vitrinas de color café moro desteñidas por el tiempo, y las sombras de un pasado que cobija historias de ciudadanos de esta extensa ciudad. Su nombre Tarzan, como el popular héroe de las historietas norteamericanas de la década del cincuenta.

Su estética se asemeja a uno de los tantos bares de Valparaíso de comienzos del siglo veinte, madera insigne pero deteriorada por el uso infructuoso de los parroquianos que lo visitan, una decoración recargada de fotografías antiguas, carátulas de discos de vinilo de viejos cantantes de tangos que se los llevó el diablo, para amenizar la bohemia del infierno.

En su interior, varios trabajadores de la estación y del circuito comercial de los alrededores que se escapan unos minutos para degustar un buen trago mientras se alterna con una conversación sobre el último partido de Boca, o la asunción a la presidencia de Cristina Fernández, acontecimiento social y político que ocurriría cuarenta y ocho horas después.

Mientras detrás del mostrador, un gordo de pelo largo rizado y tez morena cocina diferentes carnes sobre una parrilla, y el aroma penetra nuestros sentidos, los viejos “muchachos” del barrio beben sin grandes preocupaciones, abundante ginebra y whisky, acompañados de hielo y soda que tintinean anunciando que ya se aproxima la navidad.

Algunos sorben un aperitivo, gancia, que es similar al martini seco y nosotros un bebida de pomelo, nuestra reentre antes de darle el bajo a una copa de ginebra de alta graduación alcohólica, solo para bebedores con experiencia y valientes en busca de alguna aventura etílica que los desvaríe por algunas horas de una cancina y pálida realidad.

Miro hacia un muro y leo un aviso que dice: “ Tarzan, su bar le dice la hora” y en una relación obvia con el texto, un reloj grasiento por el humo de la parrilla nos avisa que ya es mediodía.

Tarzan es un reducto que nos traslada por la nostalgia de los años que se fueron, con personajes que no evolucionaron con la presunta modernización de la vida, que se quedaron anclados en un pasado donde el vértigo no existía, y la tranquilidad de los horarios no conspiraba contra una productividad necesaria y razonable.

Afuera, se siente cada cierto tiempo el ruido del tren que transita del oeste rumbo a Capital Federal, el ingreso y la salida de pasajeros fantasmas que raudos aparecen y desaparecen por sus diferentes ingresos. Es hora de almuerzo y los platos empiezan a transitar entre las mesas de la mano de un garzón benevolente y generoso, que con su mejor sonrisa traslada carnes, morcillas, chorizos y pastas, pura gastronomía popular del bonaerense tradicional, pizzas con diferentes sabores, y nosotros con nuestros jugos gástricos que se desbordan continuamos bebiendo, Valeria una cerveza con hielo, y el que escribe esta crónica, una ginebra de la más antigua tradición, esa que solo los viejos tercios bebían en un pasado no muy remoto. “Hay que ser hombre para beber ginebra pura” me comenta el mozo, y sin quererlo alimenta mi ego masculino y pequeño burgués.

A estas alturas el boliche está repleto de transeúntes que convergen para saciar su apetito, y en forma desenfrenada engullen los diversos platos que salen de la cocina, o de la parrilla del cocinero que suda por la alta temperatura de la madera que se calcina en una base de ladrillos: Todos comen y beben impetuosos, con entusiasmo, como si se tratase de un ritual pagano en que intervienen Baco y Dionisio, en una orgía de placeres mundanos.

A nadie le importa mucho la realidad política del país ad portas de un cambio de mando; “este es el único país donde el marido le entrega el mando presidencial a su mujer” comenta socarronamente un parroquiano, y nosotros debemos regresar a casa donde nos espera un almuerzo con diminutas empanadas y mucha cerveza, son costumbres diferentes a las nuestras.

Pedimos la cuenta, son doce pesos argentinos, algo así como dos mil pesos chilenos, pagamos, el mozo me extiende la mano y me comenta que “ustedes ya tienen una presidenta mujer”, lo miro y me encojo de hombros casi resignado, él lo entiende, recibe el dinero y nos vamos de regreso por la calle Arias. De fondo se escucha la voz de Edmundo Riveros cantando Milonga Lunfarda: En este hermoso país que es mi tierra la Argentina / la mujer es una mina y el fuelle es un bandoneón / el vigilante un botón, la policía la cana / el que roba es el que afana el chorro un vulgar ladrón / al sonso llaman chavón / y al vivo le baten rana / la guita o al vento es el dinero que circula / un cuento es meter la mula y al verres por el revés / si te la echaste tenés / y en la rama se está seco / si andas bien andas derecho / tirao el que nada tiene / chapar lo que te conviene, agarrar lo que está hecho...

Mientras caminamos por Castelar aprecio el silencio, y las arboledas que en gran cantidad se convierten en la maleza de la selva de este bar emblemático que se llama Tarzan, el que sobrevive en el entorno con su atmósfera de poesía, alcohol y gastronomía popular..