(señalando las palabras)
-estos muertos son míos”.
Antonio Carrera
No puedo saborear la sombra de esta primera persona magullando las palabras en la cavidad de la boca porque es imposible esbozar alguna mueca, apenas una ínfima mueca en un rostro que vuelve a ser el semblante del extraño perdido en el laberinto de la definición. Entonces, me veo obligado a cambiar el tiempo del hablante, un hablante que puede tomarse ciertas atribuciones porque es el yo del relato. La realidad amenaza con su filo en el cuchillo de mi cuello, un cuello que actualmente es casi muy parecido al cogote degollado de una gallina. No quisiera abandonar este presente ya que desde aquí puedo hablarte de mis miserias, mientras el pasado propone una mezcla de sueño y recuerdo, la nostalgia del tango de la vida.
Tengo la mitad de mis dedos, pero con el resto, con lo que queda, con la música del silencio enciendo un fósforo y arrimo al fuego un jarro con agua. Hace años que he perdido la fuerza para soplar, por eso dejo que el fuego consuma la madera, dejo que se consuma, y aunque uno tenga la impresión de que esto sucede rápidamente, me detengo a hablar de ese supuesto instante, el momento en que el fuego, esa llama diminuta arde hasta el final.
Ese lapso de presente hace una estadía de pasado en mi alma, y entonces, cuando caigo en estos avatares la incertidumbre aparece como si fueran cucarachas, salen de atrás de los muebles, se enmarañan en mi pelo, se escurren por la ropa. Pero hay certezas que crecen, verdades que siembran el camino, hermosas y tangibles verdades, innegables como nuestra existencia, como la llama que continúa ardiendo. No te recuerdo con la mente sino con el corazón, aunque esto mas no sea una apreciación personal de la fuente donde podría surgir la memoria. Y ese es justamente el motivo por el cual trasladar mi condición de hablante hacia un pasado podría ser no sólo peligroso, sino en esta frágil situación, algo tentador.
Los movimientos tocan los límites, el despojo de un cuerpo que cada mañana se abandona a la suerte de los barrancos. Un trozo de pan cae al piso, está a menos de dos centímetros de esta mano, me estiro y la silla tambalea, pierdo el equilibrio, me deshago como las migajas. Digo -perdí el equilibrio – y abruptamente oscilo entre el presente y el pasado. Un pasado que no puede ser nombrado porque es la historia del presente, es el viaje que ha dejado una estela de tiempo dibujada en los años, y que ahora, habría llegado el momento de sellarla.
Nada de lo que pueda decir tiene demasiada importancia cuando las palabras dependen de la llama que se consume, esa llama pequeña que sigue ardiendo en la oscuridad de la habitación. La duración del fuego corresponderá al tiempo del relato, y es lo que tardaría probablemente en consumirse un fósforo, lo que tardaría en consumirse la vida, la unión del recuerdo evocado y la imagen del presente.
La lumbre inconstante e irregular permite entrever las fotos de algún país lejano, porque siempre es un país lejano. El mundo de un hombre guardado dentro de esa caja que se tiñe del color del fuego porque es fuego, porque es ceniza, porque es el destino escrito, es la única forma que puede decirse destino sin decirlo, sin saber que todo lo que se ha dicho, todo lo que se ha hecho, es para no decir esa palabra.
La fuerza de una caja que se abre y empapa el aire con el perfume del pasado, el hado de un cofre que promete regresar a la incertidumbre de la oscuridad, ese fue el escondite donde mis putas guardaron celosamente los recuerdos del desequilibrio. Pero el amor es olvidarse que se está amando y siempre te olvido, continuamente te olvido, hasta que vuelves inmortal y bella como una esfinge, y juro que es la última vez, y me perjuro una venganza porque sé que tu elección es premeditada y oportuna, porque sé que una venganza podría subsanar la diferencia entre mi espantoso final y tu inmortalidad.
La lumbre va haciéndose débil, el mundo va apagándose pero sobre la caja descansará la tierra del tiempo, la tela entramada de los días cubriendo los ojos para observar entre tinieblas la belleza de la que nunca tuvo rostro. Tu vaguedad al ritmo enloquecido de la llama parpadea, y siento el deseo de abrazarte, siento el agotamiento de saber que jamás te he tenido. He deseado vestirte como a las otras, que seas como las otras, como las que vienen ahora y en esta asquerosa mugre igual intentan tocarme. La flama me desquicia junto al recuerdo imperante en la necesidad de construirte.
En la plaza de Valparaíso me he batido a muerte en un mano a mano de cuchillos por tu nombre de nada, por tu cuerpo de mariposa nocturna. Una mariposa de alas prominentes y negras que no conocía su itinerante recorrido hacia la desaparición. La mariposa que ahora se posa sobre la superficie áspera de esta caja y me condena a desearme a mí mismo. Su cuerpo peludo y negro sobrevuela la habitación, me está buscando, sé que quiere posarse sobre mi rostro. Las migas de pan siguen desparramadas en el suelo. Es apenas un insecto pero de todos modos sabe demasiado. Quiere entrar en mi boca. Se estrella contra los labios. Es el cuerpo de la palabra que quiere entrar en la boca. Las pequeñas putas han venido a adorarme y a cambio tomarán el territorio del deseo, entrarán en mi cuerpo como la daga que esa tarde en la plaza de Valparaíso se clavó en el costado de mis costillas. Luego la sangre comenzó a teñir el empedrado y pensé que tal vez no valías la pena.
Esa tarde saqué mi cuchillo por mis pequeñas putas; las niñas de nadie, mis niñas. Pero ninguno es como tu cuerpo cuando venía de noche y se enterraba hasta el fondo de mi boca, ninguna habría podido igualarte porque desde niño supe tu existencia y desde entonces he comenzado a buscarte, a soñarte simple y compleja, a dibujarte desnuda o vestida de luz. Me he ganado la muerte por tu culpa. Por decirte y decirte cada noche de duelo cuando el duelo aún no podía elegirme. Me habían jurado la muerte, y fue así como el filo se enterró en mis pulmones, de esa misma manera ahora el filo de esas alas flagela mi piel, la piel con la cual te disfrazás y podés volver. El cuerpo se desplomó en la plaza, esa tarde cuando en Valparaíso caía el sol, mientras te desvanecías junto a los extraños rostros que se acercaban y pregonaban mi muerte.
Y por fin, lo que vos y ellas deseaban, el charco de sangre buscando el cauce de las baldosas, buscando la salida hacia el pacífico. Los barcos tocando los graves silbatos y las proas blancas resplandeciendo en el mar azul. Tus sueños de nadie haciéndose realidad mientras las pupilas intentaban atrapar, desde ese plano a ras del piso, la última visión del horizonte en un océano que es cómplice del atardecer.
No puedo tocarte con las yemas de mis dedos, y me siento dichoso cuando algo es efímero y liviano como el aire de ese puerto, como tu voz de mujer de tiempos añejos, como el pasado de una ciudad que está sitiada de mentiras, de un país que está detrás de la llama que ya se ha consumido y sigue tambaleando en el borde del mundo, el borde de la gran boca del mundo, la boca de un hombre que no es como yo porque se parece a ella, y es la lengua de un país que se ciñe a la búsqueda desesperada de la última noche para hacer los hijos que vendrán.
La astilla retorcida se ha hecho cenizas y la oscuridad invade el recinto. El cuerpo de la palabra ha desaparecido momentáneamente, se llevó sus alas y el aire necesario para que esas alas narraran la historia.